Friday, April 6, 2012

We started watching Bright Leaves only to see what Ross McElwee, director of the splendid Sherman's March, was up to in 2003. And also because it was about North Carolina...! (...you know, the naive excitement of seeing in film what one is used to see with bare eyes, the desire to have a memorial of one's surroundings...) I started it with no expectations (I thought it was going to be a moralizing anti-smoking pamphlet) and it turned out to be one of my favorite documentaries. Bright Leaves starts with Ross McElwee's dream of gigantic prehistoric plants that he realizes are the tobacco plants of the landscape of his childhood. That ancestral plant is Ross' (and the land's) figure of nostalgia, the need to know and commemorate one's past, which in this case is the struggle between the McElwee and the Duke families for the control over the growth and manufacture of tobacco. The ancestral plant is constant in dreams and the unconscious, and the struggle is constant in the present through the cigarettes that are constantly smoked, a legacy object, a present from the past that denies the present, having the magical quality of suspending time for the smoker. This archetypal gift is a double-edged sword, the suspension of time is the lure that hides the history of the land corroding its way into the body. The promise of the pause is lethal because it's easy, as easy as to engage in the logic of consumption. Bright Leaves shows both the pleasure and the devastating power of tobacco: people who were dying, people who were dead because, as Sharlene says, "they committed suicide through cigarettes." Another fabulous aspect of this film is that the story of the family struggle is constantly paralleled with Bright Leaf, a 1950 drama in which Gary Cooper plays a role that might have been inspired in Ross' great-grandfather. Ross shows us how fiction can be used as a tool to discern reality. By making the film partially be a documentary on a fictional story, McElwee produces a reversal of the documentary, which in this case is not a non-fictional narrative extracted from reality, but an attempt to discern the reality of the past embedded in a fictional story.

Sunday, April 1, 2012

Trastorno obsesivo-compulsivo

"Comenzó a crecer su impaciencia de manera alarmante. Recogió sin embargo las naranjas, una por una, para distraerse, pero no tuvo tiempo de llegar al automóvil; agachada, recogiendo la última naranja, se comió la rodilla hasta el hueso."
-Silvina Ocampo, "Malva".

Cuando Malva se impacienta se arranca (sin querer) un cacho, de un mordisco. Cuando esto pasa Malva no brota ni una gota de sangre, porque la sangre, como dicen las madres, es muy escandalosa, y el dolor de Malva es un dolor mudo, un golpe seco. Impacientarse es no "darle tiempo al tiempo", no existir en la propia existencia sino en una anticipación vacía, vaciarse de manera proactiva: comerse a uno mismo, vivirse desde la muerte. Los tics y las compulsiones son maneras de saltarse la vida, de no jugar, de no poder seguir esperando la llegada de la eterna pausa.

El psicoanálisis: su folletín personalizado

A continuación, un fragmento de "Los sujetos trágicos (Literatura y psicoanálisis)", una conferencia que Ricardo Piglia dio en Buenos Aires gracias a la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), en julio de 1997. Esta conferencia está incluída en Formas breves.

"Hay otro aspecto sobre el cual los escritores han dicho algo que, me parece, puede ser útil para los psicoanalistas. Nabokov y también Manuel Puig, nuestro gran novelista argentino, insistieron en algo que a menudo los psicoanalistas no perciben o no explicitan: el psicoanálisis genera mucha resistencia pero también mucha atracción; el psicoanálisis es una de las formas más atractivas de la cultura contemporánea. En medio de la crisis generalizada de la experiencia, el psicoanálisis trae una épica de la subjetividad, una versión violenta y oscura del pasado personal. Es atractivo entonces el psicoanálisis porque todos aspiramos a una vida intensa; en medio de nuestras vidas secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un lugar secreto experimentamos o hemos experimentado grandes dramas, que hemos querido sacrificar a nuestros padres en el altar del deseo y que hemos seducido a nuestros hermanos y luchado con ellos a muerte en una guerra íntima y que envidiamos la juventud y la belleza de nuestros hijos y que también nosotros (aunque nadie lo sepa) somos hijos de reyes abandonados al borde del camino de la vida. Somos lo que somos, pero también somos otros, más crueles y más atentos a los signos del destino. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo. De modo que el psicoanálisis, como bien dice Freud, genera resistencia y es un arte de la resistencia y de la negociación, pero también es un arte de la guerra y de la representación teatral, intensa y única.

Por eso Nabokov veía el psicoanálisis como un fenómeno de la cultura de masas; consideraba clave ese elemento de atracción, esa promesa que nos vincula con las grandes tragedias y las grandes traiciones, y veía ahí un procedimiento clásico del melodrama y de la cultura popular: el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo saca de su experiencia cotidiana.
Y Manuel Puig decía algo que siempre me pareció muy productivo, y que sin duda fue decisivo en la construcción de su propia obra. Decía Puig que el inconsciente tiene la estructura de un folletín. El, que escribía sus ficciones muy interesado por la estructura de las telenovelas y los grandes folletines de la cultura de masas, había podido captar esta dramaticidad implícita en la vida de cada uno, que el psicoanálisis pone como centro en la construcción de la subjetividad.
En todo esto hay entonces una relación ambigua: por un lado el psicoanálisis avanza sobre una zona oscura, que el artista preserva y prefiere olvidar; pero, por otro lado, el psicoanálisis se presenta como una especie de alternativa: hace lo mismo que el arte, genera una suerte de bovarismo, en el sentido de la experiencia de Madame Bovary, que leía aquellas novelitas rosas como si fueran el oráculo de su propia vida y el modelo de sus sentimientos. El psicoanálisis construye un relato secreto, una trama invisible y hermética, hecha de pasiones y creencias, que modela la experiencia.